¡Bienvenidos!

¡Hola a todos!

La necesidad de publicar algunos relatos, anécdotas, crónicas y otras locuras originó que creara este blog.

El estar en otro país donde pocos hablan español y tener horas sobrantes por primera vez en mi vida hicieron que viajara por las rutas del recuerdo y encontrara el siempre postergado deseo de escribir.

Una vez que la escritura empezó a ocupar mi mente, encontré Literautas.com, un lugar ideal para crecer en las letras. De allí salieron mis primeros relatos. Por ello, felicito a Iría y Tomeu quienes están al frente del taller y por tener tan bella idea. Agradezco también al escritor José Alejandro Felipe Valencia-Arenas Abruzzese, quien dirige el Taller Internacional de Escritura Narrativa, al que estoy adscrita y es quien sigue de cerca mis relatos.

Espero llenar las expectativas de los lectores.

Gracias.

Penalti

¡Qué estruendo! Doy una mirada rápida al estadio entero. Los espectadores parecen abejas multicolores. Zuum, zuum, zuum. No logro captar las letras de los cánticos. Las cámaras ubicadas estratégicamente me registran. Acaricio la pelota y la pongo en el punto de penal, a doce pasos del arco. Retrocedo y de pronto hay un silencio largo. Veo a mis compañeros tan lejos; sé que gesticulan algo porque mueven la boca, pero no los escucho. Oigo una voz interna que me marca el compás. ¡Debes meter ese gol! ¡Debes meter ese gol! Mi corazón late presuroso igual que mis pensamientos: ¡Qué daría yo por enviar el balón al rincón de las ánimas, donde el arquero no pueda alcanzarlo! Mis manos sudorosas tiemblan, las piernas las tengo adormecidas. Recuerdo que caí abatido en el gramado por la patada intencional del adversario. El árbitro detuvo el partido al verme besando el pasto. No estaba seguro de la falta y haciendo uso, por primera vez, de la tecnología de video, confirmó la infracción dentro del área.

«¡Penal! ¡Penal! Gritaba enloquecida la hinchada».

¡Penal!, determinó el réferi mostrando un punto invisible con el dedo índice de su mano izquierda mientras que con la derecha levantaba una tarjeta amarilla que brilló como oro a la luz del sol.

Muevo los brazos aflojando el cuerpo, doy pequeños saltos para activar las piernas, me vienen dudas cual latigazos: ¿Y si fallo? ¿Cuántos jugadores buenos y capaces antes que yo erraron el gol decisivo? Platini, Sócrates, Baggio, Palermo, Maradona, Neymar, Ronaldo, Messi. Muevo la cabeza desechando los malos pensamientos. Pienso en mi país, treinta y seis años de frustración esperando llegar a esta Copa del Mundo Rusia 2018. Este partido con Dinamarca lo ganaremos y, será la oportunidad de convertirme en un héroe. No, no debo fallar. Escucho la voz del Tigre Gareca, director técnico de la selección peruana, y de toda la afición golpeando mis sienes: «¡Vamos, Cueva! ¡Tú puedes!».

Vuelve el estruendo a mis oídos, el pitazo agudo del árbitro me duele hasta la última célula del estómago. Corro hacia la pelota decidido, pateo y el grito de gol se extingue en las gargantas.

Penalti

cueva¡Qué estruendo! Doy una mirada rápida al estadio entero. Los espectadores parecen abejas multicolores. Zuum, zuum, zuum. No logro captar las letras de los cánticos. Las cámaras ubicadas estratégicamente me registran. Acaricio la pelota y la pongo en el punto de penal, a doce pasos del arco. Retrocedo y de pronto hay un silencio largo. Veo a mis compañeros tan lejos; sé que gesticulan algo porque mueven la boca, pero no los escucho. Oigo una voz interna que me marca el compás. ¡Debes meter ese gol! ¡Debes meter ese gol! Mi corazón late presuroso igual que mis pensamientos: ¡Qué daría yo por enviar el balón al rincón de las ánimas, donde el arquero no pueda alcanzarlo! Mis manos sudorosas tiemblan, las piernas las tengo adormecidas. Recuerdo que caí abatido en el gramado por la patada intencional del adversario. El árbitro detuvo el partido al verme besando el pasto. No estaba seguro de la falta y haciendo uso, por primera vez, de la tecnología de video, confirmó la infracción dentro del área.

«¡Penal! ¡Penal! Gritaba enloquecida la hinchada».

¡Penal!, determinó el réferi mostrando un punto invisible con el dedo índice de su mano izquierda mientras que con la derecha levantaba una tarjeta amarilla que brilló como oro a la luz del sol.

Muevo los brazos aflojando el cuerpo, doy pequeños saltos para activar las piernas, me vienen dudas cual latigazos: ¿Y si fallo? ¿Cuántos jugadores buenos y capaces antes que yo erraron el gol decisivo? Platini, Sócrates, Baggio, Palermo, Maradona, Neymar, Ronaldo, Messi. Muevo la cabeza desechando los malos pensamientos. Pienso en mi país, treinta y seis años de frustración esperando llegar a esta Copa del Mundo Rusia 2018. Este partido con Dinamarca lo ganaremos y, será la oportunidad de convertirme en un héroe. No, no debo fallar. Escucho la voz del Tigre Gareca, director técnico de la selección peruana, y de toda la afición golpeando mis sienes: «¡Vamos, Cueva! ¡Tú puedes!».

Vuelve el estruendo a mis oídos, el pitazo agudo del árbitro me duele hasta la última célula del estómago. Corro hacia la pelota decidido, pateo y el grito de gol se extingue en las gargantas.

Los desterrados

El 9 de octubre del año 3299, Medea fue condenada por homicidio.

—Tuve un arrebato de furia —declaró— porque no era la primera vez que él me maltrataba.

Sin embargo, no la comprendieron. Tampoco la creyeron, porque ella jamás lo había denunciado.

Esa noche fatídica, Medea, por fin, tuvo el valor de responder ante el agravio verbal de su pareja y antes de que maltratase su cuerpo puso el arma mortal en el lugar preciso para anular los golpes que tantas veces había recibido. Por ello, no tenía pruebas del constante abuso físico, y por más que argumentó que las huellas del maltrato, esta vez, no las llevaba en el rostro ni en el resto del cuerpo sino en el alma, el jurado la condenó a la pena de exilio.

La Tierra había pasado por un largo proceso de acendramiento luego de que las guerras diezmaran su población. Los países se organizaron para crear un nuevo gobierno, único y especial. Lo mismo ocurrió con la justicia; abarrotadas las cárceles, y con los alimentos cada vez más escasos, el poder absoluto decidió que el nuevo destino para todos los reos de alta peligrosidad fuese la Luna. Esta había pasado por una serie de fases de terraformación, lo que costó la mitad del oro del mundo. Los multimillonarios, quienes habían construido edificaciones monumentales y palaciegas con cúpulas presurizadas, hicieron el milagro de adaptar el espacio lunar y transformarlo en un paraíso romántico y exótico donde pasaban largas temporadas de vacaciones sin necesidad de utilizar vestimenta especial. Sin embargo, poco a poco el edén pasó de moda, hasta que el número de personas que iban a refugiarse al satélite se redujo a cero. Entonces el mundo encontró la solución: el nuevo destino de miles de millones de presos que atiborraban las cárceles del planeta, sobre todo aquellos que cumplían penas de treinta a más años, los de cadena perpetua y aquellos de penas acumulables que ascendían a más de cuarenta fueron los escogidos para desplazarse a la Luna; estos recibían el nombre de desterrados. Este nuevo orden regía desde hacía cincuenta años.

Medea fue conducida hacia la nave Botón de Fuego, carente de piloto. Otros cuarenta y nueve reos de todas las nacionalidades iban con ella. Cada uno llevaba mochilas con una dotación de alimentos y medicinas. Tendrían apenas cinco minutos para poder salir una vez que la nave alunizase. Debían sacar botellas de agua y alimentos para los demás desterrados que cumplían condena. Se pusieron los trajes adecuados, cascos presurizados para el viaje. Les habían dotado de pistolas blaster, estas últimas aún no sabían por qué debían llevarlas.

La nave tocó el polvo gris de la Luna. Inmediatamente todos se alistaron para salir, pero su marcha fue contenida por los ahora Selenitas, que peleaban, supuestamente, por apoderarse de las mochilas. La lucha era desigual: los recién llegados comenzaron a repartir puñetes, patadas para abrirse camino. Conscientes de que tenían escasos minutos para que empezara el proceso de destrucción de la nave, unos se defendían, otros trataban de sacar los alimentos y agua. Pero, «¿por qué no permiten que salgamos? Y ¿por qué no nos ayudan a sacar los alimentos que traemos?», se preguntó Medea, que había retrocedido ante la arremetida de los intrusos. Pronto tuvo que utilizar la pistola blaster, pues una mujer vino a su encuentro. Se veía en su rostro la desesperación y la angustia por conseguir alimento. Los ojos enloquecidos se posaron en la mirada marrón de Medea, quien supo que no había que sentir compasión. Era ella o la intrusa. Pudo salir airosa disparándole a la mujer, quien quedó atontada. Otros dieron el mismo tratamiento para poder salir. Era un nuevo desafío que debían enfrentar de ahora en adelante. Sobrevivir era el objetivo. Habían logrado sacar parte de la carga destinada a los presos cuando la nave emitió sonidos que anunciaban su destrucción. Este tañido fue en aumento hasta volverse continuo e insoportable. Tuvieron que abandonar la nave de inmediato, pasando por entre los cuerpos desmadejados de los Selenitas. La nave se convirtió en un botón de fuego y dejó una oleada de polvo y muchos de los cuerpos quedaron esparcidos, despedazados, achicharrados.

Medea corrió despavorida. Los cincuenta nuevos desterrados se agruparon y, asustados, vieron venir a otro grupo de presos. Cogieron fuertemente sus mochilas y se aglutinaron. El grupo pasó de largo. Con gran sorpresa vieron que iban al encuentro de los cadáveres dejados por la explosión. Obligados por el hambre, se habían convertido en caníbales.

«Hubo una época en que la humanidad se escandalizaba por el abandono de presos en la Siberia por parte de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS)», recordó Medea. Ahora, nadie sabía lo que pasaba en la Luna. Las naves que venían con los desterrados no tenían retorno, no había comisiones de investigación ni de derechos humanos. Medea repasó con la mirada lo que tenía delante: cerros cubiertos de polvo gris, hombres y mujeres como espectros caminaban sin rumbo. Avistó varias cavernas que parecían habitadas, se preguntó si serían las bases lunares de las que tanto había leído; los antiguos edificios y casas de la época plateada lucían deprimentes. El nuevo equipo humano tendría que buscar refugio y aprender a vivir de ahora en adelante en este suelo hostil. Medea acusó un leve temblor en el labio superior, le sucedía siempre que se ponía nerviosa. Movió la cabeza y respiró profundo. Ella era joven e inteligente; y quería vivir, tenía un objetivo y sabía que nada era imposible. Había leído muchos libros de faenas increíbles y se cubrió de coraje, solo tenía que empeñarse en soñar con el escape. «Porque el hombre no vive ni muere en vano», pensó. Era una frase de Herbert George Wells que ahora le parecía buena para empezar.

Entonces, dándose valor a sí misma, se adelantó y dio el primer paso.

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Lola*

«Otro año sin ir al carnaval», se quejó Lola.

Había comprado un atuendo para ir a la fiesta, pero su marido llamó a último momento declinando; tenía trabajo.

Miró el disfraz, quiso ponerse, tenía ilusión. El traje ajustaba sus caderas amplias, hacía su cintura estrecha, sus senos generosos, sus muslos fuertes. Se calzó tacones altos y se vio al espejo. La peluca rubia y el maquillaje luminoso. La tarjetita brillaba con la dirección de la fiesta y…, Lola se fue.

Entró heroína con máscara de gatúbela. El perfil de un hombre en el bar llamó su atención. Este volteó y le bastó una mirada para desnudarla. Ella se sorprendió de primera intención, pero se recuperó y aceptó bailar con él. Gozó toda la noche.

En el auto, camino al hotel, se besaron. En la calentura, ella dijo con voz pegajosa:

—Mi Paco.

—¿¡Qué!? ¿Lola?

—Sí.

—¿Por qué me engañaste?

—¿Que yo te engañé?

—Sí. Tú tienes disfraz.

—Yo sé quién eras tú. Pero tú, no. Entonces, ¿quién engañó a quién?

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*Microrrelato ganador en el Concurso de cuentos cortos de La Milonga – Panamá.

La impunidad se acaba tarde o temprano

«Yo no canto por cantar ni por tener buena voz,

canto porque la guitarra tiene sentido y razón,

tiene corazón de tierra y alas de palomita,

es como el agua bendita, santigua glorias y penas…»

                                                                                                             Víctor Jara

 

Posiblemente el cielo se haya encabritado y llorado protestando cuando Víctor nació, pues los truenos y la lluvia eran habituales en la provincia de Ñuble al sur de Chile. Fue uno de los cinco hijos de la familia Jara-Martínez y pasó su niñez en el campo entre el cantar de su madre y el sonido de una guitarra que rondaba inquieta por la casa.

Por motivos que solo el destino sería capaz de descifrar, Víctor pasó de estudiante no tan aplicado a sacerdote sin vocación. Luego, a ser un soldado sin querer las armas y posteriormente a conformar el coro de la Universidad de Chile donde su participación en “Carmina Burana”, marcaría el inicio de su carrera musical.

Estudió en la Escuela de Teatro de la Universidad de Chile logrando poner en escena algunas obras de cierta importancia; después se daría cuenta que, entre el canto y el teatro, había encontrado la fórmula de protestar por un país mejor. Sobrecogido al ver con sus propios ojos que, indefensos ciudadanos fueron acallados con el fusil, llamaría la atención de todo el mundo con el tema “Preguntas por Puerto Montt”, composición donde hacía duras críticas por la masacre de Pampa Irigoin.

Víctor fue nombrado embajador cultural, pero cuando Augusto Pinochet tomó el gobierno por la fuerza, todas las protestas en forma de canción enmudecieron en el Estadio Chile, donde cuarenta y cuatro balas agujerearon su cuerpo torturado. Tenía apenas cuarenta años.

Una onda silenciosa siguió detrás de su muerte que duró casi treinta años, hasta que una denominada Comisión de la Verdad y Reconciliación registraría el crimen y perseguiría a sus asesinos. Vinieron homenajes tardíos, y con ellos quedó imperecedero su nombre en el estadio donde murió: “Estadio Víctor Jara” y en una placa colocaron su último poema: “Somos cinco mil”.

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Tres años más tarde, el conscripto José Paredes, cuyo miedo se volvió su compañera constante, habló de su participación en el asesinato; tenía tan solo dieciocho años cuando jugaba a ser mayor con el arma; le había fracturado las manos y el tórax a Jara para que nunca volviese a tocar la guitarra ni a cantar. Lo hizo con la complicidad de nueve oficiales más que lo torturaron sin piedad. Todos fueron sentenciados; sin embargo, el oficial Pedro Barrientos no se encontraba en Chile y él había sido el principal implicado y quien descargó el tiro mortal.

Las mujeres de Víctor, su esposa y dos hijas, fieles a la causa, permanecieron incansables en la búsqueda de justicia, hasta que después de cuarenta y tres años de la muerte de Jara, un tribunal de Florida halló culpable a Barrientos, quien se encontraba en los Estados Unidos de América, allanando así el camino a la extradición.

La impunidad se le acabó un día de junio del 2016.

Cena de Navidad

dt.common.streams.StreamServerEl gato, acurrucado en la sandalia de Juan, miraba cómo Alicia y su hijo arreglaban el árbol de Navidad. Ella giró. Una nube de tristeza empañó su mente al ver que estos eran los únicos recuerdos que su marido dejó en casa, hacía seis meses, cuando le confesara: «Me enamoré de Patty». Comprendió que el barco de su matrimonio había naufragado.

Fue a la cocina a comprobar la cena. Sus padres y hermanos no tardarían en llegar.

Sonó el timbre. Era Juan con un gran regalo para Carlitos, quien corrió feliz a abrazarlo.

«¿Acaso la Navidad es sinónimo de perdón?».

Viaje a Miami

La ovación fue tremenda, ruidosa, alegre cuando me vieron entrar, los aplausos y vítores fueron una dulzura para mis oídos. Me ruboricé, bajé la cabeza y sonreí mientras avanzaba.

Había enviado un cuento por primera vez a un certamen cuya representación era en Miami. Cuando vi mi nombre entre los treinta y cinco finalistas, de más de cuatrocientos relatos enviados, me emocioné y aún más, cuando vino la invitación al homenaje. Le dije a mi esposo: «¡Acompáñame, esto hay que celebrarlo!».

La mañana del viaje, enrumbamos hacia el aeropuerto. Todo estaba correcto hasta que subimos al avión. Mientras esperábamos que se llenara el avión comencé a sentir frío y no había con qué abrigarse. Pedí a John que tratara de conseguir una manta, pero la aeromoza contestó que no contaba con esta. Se me empezó a helar hasta el alma y deseaba llorar de impotencia. El interior de la aeronave estaba tan helado que me hacía daño hasta los dientes. Sentí un adoquín en el pecho y otro en la espalda; la garganta me hacía cosquillas como uñas que rasgaban para dejarme en mil silencios. Me envolví haciéndome un nudo.

Estábamos en nuestros asientos preparados para el vuelo cuando la voz del piloto sonó entrecortada y logré escuchar change.

—¿Qué? ¿Dijo change?pregunté a John.

—Sí —respondió él—, tendremos que cambiar de avión.

«Quizás sea favorable, podré beber algo caliente y no me enfermaré», pensé.

Previo a la desocupación, el piloto volvió a dirigirse a nosotros, pero mi pobre inglés no me permitió comprender la totalidad de las recomendaciones, alcancé a oír: gate twenty one.

—¿Dijo gate twenty one? —Volví a preguntarle a mi esposo mientras cogíamos nuestras maletas de mano y salíamos del avión.

—No sé, no escuché bien.

—¿Y a qué hora volveremos? Anda, pregunta a qué hora sale el avión.

Fue a preguntar y volviendo me dijo:

—A la una y quince. Tenemos cerca de dos horas. ¡Vamos a almorzar!

—Yo quiero tomar algo caliente.

Caminamos por el andén del aeropuerto y antes de encontrar un restaurante vi una manta en un stand. Fue como una visión, pasé mi mano acariciándola, sentí la suavidad de su textura y me envolví con ella. Sin estar volando en el avión, me sentí en las nubes. John me veía fascinado y comprendió mi felicidad. Me la compró. Luego nos encaminamos al restaurante.

Por fin, la manta, la comida y el té caliente adecuaron mi temperatura.

Cuando terminamos de comer era cerca de la una. Nos dirigimos a la puerta cincuenta, por la que habíamos entrado y salido anteriormente. Una larga fila de pasajeros se acomodaba para pasar. Nosotros teníamos los tickets B51 y B52, así que esperamos porque estaban recibiendo al grupo A. En pocos minutos nos tocó formar la fila B, segunda columna. Cuando llegué a la plataforma me dijeron que yo era del otro vuelo, el de la gate twenty one.

What? —dijo mi marido que escuchaba a medias.

What? —dije yo, que entendía el inglés a medias.

—¡¿Gate twenty one?! ¡Lo sabía, eso había escuchado!

No era el momento de discutir, el tiempo apremiaba. Media vuelta y a correr.

—Yo no oí nada —opinó John.

Le habían recetado los hearing aids hacía tres meses, pero a fuerza de no ponerse, no se había acostumbrado a ellos y a pesar de que en esos momentos los tenía puestos, no logró escuchar.

Corrimos desesperados hacia la puerta salvadora. Me saqué la manta que ahora me asfixiaba. Llegué primero, pero me había equivocado y John que venía haciendo un esfuerzo supremo estaba por llegar.

—Volvamos, es la puerta que acabamos de pasar.

Momentos de agobio para evitar perder el avión, nos convertimos en gacelas en pos de su presa. Llegamos a la puerta veintiuno, transpirados. Nos hicieron pasar de inmediato. Seguimos con paso ligero por el túnel articulado y vi, al fin, la puerta del avión abierta. No sé si fue idea mía, pero al atravesarla el ambiente se me hizo luminoso, parecían reflectores de cámaras fotográficas; luego, escuché los aplausos y vítores alentadores de los ciento setenta y ocho pasajeros que nos esperaban. Miradas complacientes, sonrisas amistosas, gritos de satisfacción. Bajé la mirada. Sentí calentura en mis mejillas ante tal algazara. Volteé para mirar a mi esposo cuando atravesó la entrada, los vítores se escucharon más alto aún. Él sonrió agradecido y caminamos por todo el pasadizo sintiendo el entusiasmo de la gente que se alegraba de que no hayamos perdido el vuelo.

Al fin, nuestros asientos.

Llegamos a Miami y al otro día fuimos a la premiación. La ovación al ganador fue inmensa. Yo quedé finalista. La glorificación la había tenido el día anterior.

Las armas de una mujer

Bertha estacionó el coche en una farmacia* de Wiesloch, un pueblo de Alemania. El boticario no se inmutó al verla, pues días antes le había proveído de lo mismo que hoy pedía con aplomo: Diez litros de ligroína, un solvente de petróleo utilizado como combustible para su auto. Ella, a sus treinta y nueve años, lucía un vestido estilo polisón a la moda de 1888, cabello recogido en un moño y cubierto por un sombrero grande con pañoleta que lo sujetaba y anudaba al cuello. A su lado, un carruaje de solo tres ruedas, una adelante y dos atrás, algo nunca visto, pues este se movía solo, sin ayuda de animal alguno. Sus hijos adolescentes Eugen y Richard la acompañaban y habían bajado del coche para estirar las piernas.   descarga

Mientras esperaba el pedido, ella sonrió al recordar que hacía tres días habían salido de casa en Mannheim, muy temprano sin decirle nada a su esposo a fin de realizar una aventura que confiaba tendría buenos resultados. Solo una carta encontraría Karl al despertar: «Nos vamos a Pforzheim a visitar a la abuela».

La idea ya la había tenido en mente y propuesto a su marido un día después de la demostración fallida del primer auto a motor inventado por este; el conductor había chocado con la pared y destrozado el auto. Karl, que solía ser apacible, se levantó del sillón al escucharla y dirigiéndose al armario para sacar una botella de vino descargó el puño en señal de reprobación.

—¡Es una locura! ¿Te das cuenta que nadie ha recorrido más de doscientos metros y siempre con auxilio mecánico?

—Sí, pero hay que intentarlo. No podemos darnos por vencidos.

Ella sabía que su esposo necesitaba un empuje. Karl era pésimo como negociante y se había frustrado luego de la demostración del «Benz Patent Motorwagen». Además, a pocos kilómetros del hogar había otro competidor que había patentado un vehículo de cuatro ruedas y decían, más veloz. Si esa mañana ella le hubiese hablado de su decisión, él se habría negado; entonces, consideró que era vital atreverse de manera urgente a realizar el primer viaje largo: «¡¿Ciento cuatro kilómetros de ida?!», pensó. «Sí, era una locura».

—Mamá, ¿tienes ligas y horquillas de repuesto? —preguntó sonriendo Richard, sacándola de sus pensamientos.

—No te preocupes, hijo. Estamos bien equipados. Además, tomaremos otra ruta de retorno. La prensa ha ayudado con la publicidad, así que tendremos a muchas personas siguiéndonos.

La salida subrepticia; sin embargo, no había sido fácil, recorrieron un trecho y les faltó agua, tuvieron que conseguirla, no una sino muchas veces. No había mapas y las calles destinadas a carruajes con animales eran polvorientas y llenas de piedras, tuvieron que empujar en el ascenso de una colina y cuando fallaron los frenos de madera fueron a un zapatero para que los hiciera de cuero. Para reparar el sistema de ignición, ella se sacó una horquilla de cabello y, para desobstruir y limpiar una tubería de combustible, el alfiler de su sombrero. Recubrió un cable eléctrico pelado con la liga que sostenía una de sus medias. Nada la amilanaba hasta que pasó por la Selva Negra, una zona densa de árboles, desolada y oscura; le dio pavor y se alegró de haber traído a sus hijos mayores consigo. Al llegar a la farmacia de Wiesloch, Bertha pidió ligroína y agua. El boticario se asustó al ver a una mujer tan sudorosa y sucia; pensó que sería para limpiar su vestido y lavarse. «¿Tanto?», preguntó. «Es para el coche», contestó ella. No fue el único en sorprenderse, pues en el trayecto hubo mucha gente que gritaba y huía llamando al auto «el monstruo que echa humo» y se postraban a rezar pues creían que era el mismísimo demonio y que el día del juicio final estaría muy cerca. Algunos, salvando la sorpresa inicial, pedían un paseo de prueba.

Se demoraron doce horas, llegaron a Pforzheim al anochecer. El auto no tenía luces.

—De haber sido un hombre el primero en pilotear el coche no hubiese tenido los medios para solucionar los problemas. —Rio Bertha pensando que el plan de mostrar al mundo el invento de su esposo había tenido éxito.

—Cierto, mamá. Pero si no hubieses contado con nosotros no habrías podido empujar el auto sola.

Sonrieron.

—Señora Bertha Benz **, aquí está su pedido —interrumpió el boticario—. El tanque está lleno. Feliz viaje de retorno.

—Gracias. ¡Vamos!
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*Primera gasolinera del mundo.
**Primera persona en conducir un automóvil a larga distancia.

El robot y la doncella

«Era más que un simple robot», decía el titular de un periódico local. Yo lo sabía y sentí orgullo.

Una tarde de invierno lo conocí a la salida del Conservatorio Nacional de Música, yo cargaba mi violonchelo y me agolpé con curiosidad al grupo de personas que observaban algo con interés; era un hombre estatua, uno de los tantos que comenzaban su trabajo al caer el sol colocándose en fila por la amplia calle peatonal llamada Ucayali, en el centro de Lima. Estaba de pie, inmóvil, con un disfraz hecho de cajas de cartón de diferentes tamaños pintadas de gris oscuro, una antena en la cabeza y mitones blancos, los zapatos eran dos cajas rectangulares forradas de negro. «¡Mira un robot!», gritó un niño. «Mamá ponle un sol para que se mueva». La madre colocó la moneda en el plato y el robot empezó a mover brazos y piernas simulando una marcha, luego giró la cintura de un lado a otro mientras se prendían coloridas luces de su traje gris. La antena, sobre su cabeza cuadrada, encendió una luz amarilla intermitente. «¡Bravo!», aplaudieron todos. Echaron más soles. Entonces él cogió un violín que tenía al lado y tocó. «¿¡Qué!?», dije sorprendida. El sonido del instrumento no era cualquier cosa, sus matices suaves combinados con los sonidos agudos componían una melodía hermosa. Tocaba como los dioses. Aplaudí a rabiar y él me miró; apenas podía ver sus ojos por el pequeño hueco de la caja. Dejó el violín y se quedó inmóvil de nuevo. Me ruboricé, pues mi entusiasmo no fue compartido por los demás. Hui del lugar.

Dos días después, volví a encontrarlo haciendo lo mismo; un grupo de personas, sobre todo niños, eran su público. Cuando terminó, agradeció a todos y en vez de empezar su rutina y ponerse inmóvil, se dirigió a mí y dijo:

—¡Hola! Me acuerdo de ti, hace dos días me aplaudiste mucho. Gracias.

—Es que tocas muy bien el violín. Yo soy estudiante de música y sé cuándo lo tocan de maravilla. ¿Por qué haces esto?

—Porque me gusta. ¿Has visto los niños cómo se divierten?

—Sí, claro.

—A ellos poco les importa la música. Ellos gozan con el robot.

—Tienes toda la razón, pero tú podrías tocar en la Sinfónica Nacional, sin problemas.

—Lo hago.

—¿Lo haces? Entonces, ¿por… —callé, iba a preguntarle lo mismo que ya había respondido.

Me dijo que se llamaba Carlos y me invitó a un restaurante cercano, pero antes se quitó toda la parafernalia. Era delgado, alto, los enormes ojos negros me parecieron más vistosos sin el armazón, el cabello lacio caía sobre su rostro trigueño claro. Me encantó su sonrisa franca. Me enamoré de él en ese instante. Él se demoró un poco más para pedirme que fuera su enamorada, su novia y luego su esposa.

Yo era madre soltera, tenía una hija de cinco años y, él ansiaba ser papá, pero no iba a tener descendencia debido a las paperas que tuvo de niño; por ello, le encantó que yo fuese madre.

Ya casados, postulé a la Sinfónica y me recibieron. Por fin los dos estábamos trabajando juntos. Él seguía con su labor en las calles. «Yo voy a ser siempre un robot para las personas que quieran verme», decía.

Vino a Lima el gran cantante de ópera Juan Diego Flórez para montar «La hija del regimiento» de Donizetti. Carlos fue escogido. Pero una noche, cuando volvíamos al hogar, vimos a los bomberos dirigirse hacia nuestro vecindario. Corrimos junto con otras personas. Era nuestra casa que se incendiaba, mi pequeña y mi madre estaban aún adentro. Carlos no lo pensó ni un segundo, entró a la casa, sacó a mi hija y luego volvió por mi madre mientras los bomberos mitigaban el fuego. En un último esfuerzo logró llegar a la entrada, había cubierto a mi madre con una manta húmeda con la que también protegió sus manos, más no su rostro. Fue llevado al hospital, necesitaría de muchas cirugías para completar su recuperación. Yo cubrí de amor todos sus días. No pudo tocar en el concierto, pero Flórez aseguró que la próxima vez lo haría.

La siguiente puesta en escena fue «El robot y la doncella». Carlos aún no estaba listo para que lo vieran, pero sí para que lo escucharan. Se vistió de robot y tocó como lo sabía hacer.

A la mañana siguiente los periódicos pintaban sus páginas: «El robot y su violín se llevaron el aplauso del público. Flórez brindará una entrevista, pero nos tiene vetado ver el rostro del robot. ¿Por qué? ¿Qué secreto esconde? Él nos lo dirá».