La ovación fue tremenda, ruidosa, alegre cuando me vieron entrar, los aplausos y vítores fueron una dulzura para mis oídos. Me ruboricé, bajé la cabeza y sonreí mientras avanzaba.
Había enviado un cuento por primera vez a un certamen cuya representación era en Miami. Cuando vi mi nombre entre los treinta y cinco finalistas, de más de cuatrocientos relatos enviados, me emocioné y aún más, cuando vino la invitación al homenaje. Le dije a mi esposo: «¡Acompáñame, esto hay que celebrarlo!».
La mañana del viaje, enrumbamos hacia el aeropuerto. Todo estaba correcto hasta que subimos al avión. Mientras esperábamos que se llenara el avión comencé a sentir frío y no había con qué abrigarse. Pedí a John que tratara de conseguir una manta, pero la aeromoza contestó que no contaba con esta. Se me empezó a helar hasta el alma y deseaba llorar de impotencia. El interior de la aeronave estaba tan helado que me hacía daño hasta los dientes. Sentí un adoquín en el pecho y otro en la espalda; la garganta me hacía cosquillas como uñas que rasgaban para dejarme en mil silencios. Me envolví haciéndome un nudo.
Estábamos en nuestros asientos preparados para el vuelo cuando la voz del piloto sonó entrecortada y logré escuchar change.
—¿Qué? ¿Dijo change? —pregunté a John.
—Sí —respondió él—, tendremos que cambiar de avión.
«Quizás sea favorable, podré beber algo caliente y no me enfermaré», pensé.
Previo a la desocupación, el piloto volvió a dirigirse a nosotros, pero mi pobre inglés no me permitió comprender la totalidad de las recomendaciones, alcancé a oír: gate twenty one.
—¿Dijo gate twenty one? —Volví a preguntarle a mi esposo mientras cogíamos nuestras maletas de mano y salíamos del avión.
—No sé, no escuché bien.
—¿Y a qué hora volveremos? Anda, pregunta a qué hora sale el avión.
Fue a preguntar y volviendo me dijo:
—A la una y quince. Tenemos cerca de dos horas. ¡Vamos a almorzar!
—Yo quiero tomar algo caliente.
Caminamos por el andén del aeropuerto y antes de encontrar un restaurante vi una manta en un stand. Fue como una visión, pasé mi mano acariciándola, sentí la suavidad de su textura y me envolví con ella. Sin estar volando en el avión, me sentí en las nubes. John me veía fascinado y comprendió mi felicidad. Me la compró. Luego nos encaminamos al restaurante.
Por fin, la manta, la comida y el té caliente adecuaron mi temperatura.
Cuando terminamos de comer era cerca de la una. Nos dirigimos a la puerta cincuenta, por la que habíamos entrado y salido anteriormente. Una larga fila de pasajeros se acomodaba para pasar. Nosotros teníamos los tickets B51 y B52, así que esperamos porque estaban recibiendo al grupo A. En pocos minutos nos tocó formar la fila B, segunda columna. Cuando llegué a la plataforma me dijeron que yo era del otro vuelo, el de la gate twenty one.
—What? —dijo mi marido que escuchaba a medias.
—What? —dije yo, que entendía el inglés a medias.
—¡¿Gate twenty one?! ¡Lo sabía, eso había escuchado!
No era el momento de discutir, el tiempo apremiaba. Media vuelta y a correr.
—Yo no oí nada —opinó John.
Le habían recetado los hearing aids hacía tres meses, pero a fuerza de no ponerse, no se había acostumbrado a ellos y a pesar de que en esos momentos los tenía puestos, no logró escuchar.
Corrimos desesperados hacia la puerta salvadora. Me saqué la manta que ahora me asfixiaba. Llegué primero, pero me había equivocado y John que venía haciendo un esfuerzo supremo estaba por llegar.
—Volvamos, es la puerta que acabamos de pasar.
Momentos de agobio para evitar perder el avión, nos convertimos en gacelas en pos de su presa. Llegamos a la puerta veintiuno, transpirados. Nos hicieron pasar de inmediato. Seguimos con paso ligero por el túnel articulado y vi, al fin, la puerta del avión abierta. No sé si fue idea mía, pero al atravesarla el ambiente se me hizo luminoso, parecían reflectores de cámaras fotográficas; luego, escuché los aplausos y vítores alentadores de los ciento setenta y ocho pasajeros que nos esperaban. Miradas complacientes, sonrisas amistosas, gritos de satisfacción. Bajé la mirada. Sentí calentura en mis mejillas ante tal algazara. Volteé para mirar a mi esposo cuando atravesó la entrada, los vítores se escucharon más alto aún. Él sonrió agradecido y caminamos por todo el pasadizo sintiendo el entusiasmo de la gente que se alegraba de que no hayamos perdido el vuelo.
Al fin, nuestros asientos.
Llegamos a Miami y al otro día fuimos a la premiación. La ovación al ganador fue inmensa. Yo quedé finalista. La glorificación la había tenido el día anterior.